WWE arrancó el año con su desembarco en Netflix, prometiendo un espectáculo a la altura de las expectativas. Y no era para menos: la empresa se jugaba mucho con su entrada en la plataforma de streaming. Muchos fans nos ilusionamos, especialmente porque la era Triple H comenzaba a mostrar sus primeras grietas desde que asumió el control creativo. "Se están reservando todo para el año que viene", decíamos. "Ahora sí viene lo bueno. Y además, el retiro de John Cena será la guinda". Esos eran los comentarios que todos hacíamos antes de que llegara el momento. Sin embargo, ya han pasado casi cinco meses y el resultado ha sido, como mínimo, decepcionante. Lo curioso es que, pese a todo, WWE sigue facturando más que nunca.
En el mundo actual, las empresas no siempre ganan dinero ofreciendo el mejor producto posible. En muchos casos, el verdadero negocio está en construir una marca poderosa que se impone incluso a la calidad objetiva del producto que ofrece. Este fenómeno ha sido estudiado desde diferentes ángulos por economistas y sociólogos, y se puede aplicar perfectamente a lo que ocurre hoy con WWE. El concepto de brand equity (equidad de marca) describe el valor añadido que una marca otorga a un producto más allá de sus características físicas. WWE tiene décadas de construcción de marca, con íconos culturales, momentos históricos, y una maquinaria promocional que hace que incluso un show criticado reciba atención.
En WWE hoy, la apariencia de grandeza -luces, pirotecnia, redes sociales, tráilers cinematográficos- se convierte en el producto en sí. Ya no se busca que la lucha sea buena, sino que parezca importante. El marketing ha reemplazado al contenido, y eso es lo que realmente está pasando. Es algo que ya se ha visto en el cine, por ejemplo: películas como Transformers o Fast & Furious son criticadas por su vacío narrativo, pero arrasan en taquilla. En WWE, la calidad del producto puede bajar, pero mientras haya engagement, contratos televisivos, y datos positivos en redes, el negocio sigue creciendo.
WWE ha usado el modelo de Disney: controla su narrativa a través de su propio contenido, documentales, programas post-show, redes sociales. Así, puede moldear la percepción del fan. Esto crea una burbuja donde todo parece un éxito, aunque el núcleo del producto esté siendo criticado por los fans más exigentes. Lo hemos visto precisamente este año, donde supuestamente no debería suceder eso. La gira del retiro de John Cena está siendo pobre, muy pobre. Cuando discutes esto con alguien, te dirá que eso es lo que pretende WWE, arruinar el wrestling -que paralelamente es el mensaje que lanzó el propio John Cena-, y lo justifica. Respaldar un mal producto nunca debería ser una buena señal, y es algo que la empresa está consiguiendo, que justifiques un mal show de forma continuada.
Triple H es un buen gestor de vestuario, pero el foco de WWE no está en ofrecer los mejores combates, sino en generar momentos virales, clips diseñados para arrasar en redes sociales y, por supuesto, cumplir con objetivos comerciales. Las decisiones creativas parecen estar más guiadas por lo que vende camisetas o aumenta suscriptores en Peacock que por el desarrollo real de rivalidades o la mejora del nivel luchístico. Las historias rara vez llegan a una conclusión real. Es evidente que el producto necesita una continuidad permanente, pero una cosa es dar seguimiento a una trama y otra muy distinta es estirarla tanto que acaba perdiendo el sentido, el impacto y, finalmente, el interés del espectador. Y eso lleva sucediendo desde hace años, exceptuando algunas historias, casi siempre con Roman Reigns, CM Punk o Cody Rhodes de por medio.
Dicho esto, lo que sí me parece un error es la decisión de WWE de contraprogramar directamente los eventos de AEW. No porque tengan miedo ni porque no puedan competir, sino porque creo que cada empresa debería tener su propio espacio para brillar. El calendario del wrestling es lo suficientemente amplio como para que ambas compañías puedan convivir sin pisarse. Forzar esta rivalidad constante solo termina perjudicando al fan, que se ve obligado a elegir, dividir su atención o directamente perderse parte del espectáculo. La competencia siempre ha sido saludable, pero no cuando se convierte en un juego de egos que antepone la guerra de números al respeto por la audiencia.