Bill Goldberg: porque los superhéroes existen

Donde otros buscaban técnica, Goldberg ofrecía adrenalina pura

Goldberg
Imagen: WWE.com
Sebastián Martínez
Sebastián Martínez
Publicado el 04/07/2025

Muchas estrellas de la lucha libre han encontrado inspiración en los superhéroes que protagonizan los cómics y las películas más icónicas del mundo. A lo largo de los años, algunos luchadores han dejado claro su deseo de convertirse en versiones reales de esos héroes. Lo hemos visto reflejado de distintas maneras. John Cena, por ejemplo, se ha ganado el corazón de millones convirtiéndose en el superhéroe de los niños, cumpliendo más deseos en Make-A-Wish que nadie en la historia. Rey Mysterio, por su parte, desafió la gravedad e hizo posible lo imposible, en una época en la que nadie más podía seguir su ritmo.

Mucho antes de que las superestrellas modernas se inspiraran en los héroes de cómic, México ya había dado vida a sus propios íconos. Leyendas como El Santo y Blue Demon no solo se enfrentaban a sus rivales en el cuadrilátero, también lo hacían en la gran pantalla, donde combatían a monstruos, científicos locos y fuerzas del mal. Se convirtieron en símbolos de justicia popular, mitos vivientes que trascendieron la lucha libre para convertirse en superhéroes nacionales. Sus máscaras eran más que parte del personaje: eran el rostro de una cultura que veía en ellos algo más grande que la vida.

Uno de los casos más emblemáticos en WWE es, sin duda, el de Hulk Hogan. Más que un luchador, se convirtió en el héroe americano por excelencia, enfrentándose a una interminable galería de villanos durante la era dorada de la empresa. En WCW también vivimos transformaciones legendarias. Sting, por ejemplo, tomó el control en un momento crítico, reinventándose como una figura sombría e imponente. Se cubrió el rostro con su inconfundible pintura, vistió su gabardina como si de una capa se tratara, y se alzó como el vigilante silencioso que luchó contra los invasores que amenazaban con destruir la compañía desde dentro.

Pero no siempre se trataba de una simple lucha entre el bien y el mal. A veces, era algo más profundo: una emoción que sacudía las gradas, una energía tan intensa que obligaba al público a levantarse de sus asientos. Los superhéroes también podían encarnar la fuerza bruta, la furia desatada y la bestialidad imparable. Cualidades que Bill Goldberg llevó al límite durante la última etapa de los años 90 en WCW, cuando su sola presencia bastaba para desatar el caos y el asombro.

Muchos conocéis a Goldberg por su impactante regreso a WWE en 2016, cuando venció a Brock Lesnar en cuestión de segundos en Survivor Series. Otros quizá le recordéis por su primera etapa en la empresa, una historia breve pero explosiva que apenas duró un año. Y seguramente, la mayoría habéis crecido con la costumbre de criticarlo por sus limitaciones técnicas en el ring o por sus últimas actuaciones, con duelos decepcionantes frente a Roman Reigns y The Undertaker. Y no os culpo: tenéis motivos. Su última etapa en WWE, salvo alguna excepción, no estuvo a la altura de las expectativas. Pero reducir a Goldberg a esos momentos sería olvidar lo que realmente le convirtió en leyenda. Olvidar al "Hombre".

La construcción de Goldberg en WCW fue una jugada maestra por parte de sus dirigentes. Desde su debut, dejó claro que no era un luchador cualquiera: se levantó tras recibir el finisher de Hugh Morrus -un llamativo Moonsault que pocos se atrevían a ignorar, sobre todo viniendo de un hombre de ese tamaño- y terminó ganando el combate con autoridad. Aquel momento fue la chispa. A partir de ahí, WCW puso en marcha una racha que alcanzaría las 173 victorias consecutivas... o 162, según versiones. Más allá del número exacto, lo cierto es que esa racha se convirtió en algo simbólico: la creación de una bestia indomable, un depredador del ring que simplemente no podía ser detenido.

Otro gran acierto fue la promoción de sus movimientos finales: el Spear y el Jackhammer, dos maniobras tan demoledoras como espectaculares que empezaron, poco a poco, a levantar a los fans de sus asientos. Cada vez que Goldberg pisaba el ring, captaba todas las miradas, sobre todo por esa manera implacable de fulminar a sus rivales, sin importar el nombre ni la talla. Daba igual si el combate duraba 30 segundos, 10 o un minuto. El público sabía exactamente a lo que iba. Y pagaba por ello. En esa época, había tres grandes motivos para comprar una entrada: ver al nWo, disfrutar del talento de los peso crucero... y presenciar en directo cómo la nueva bestia destruía, una vez más, a su presa.

Tras el épico desenlace de la historia entre el nWo y Sting, WCW encontró en Goldberg a su nuevo gran reclamo. Su imagen se volvió enormemente popular, casi icónica. Sus entradas evolucionaron hasta convertirse en auténticos espectáculos visuales, con columnas de fuego, chispas y un aura que lo rodeaba como si fuera una fuerza imparable salida de otro mundo. Su fama creció tanto que la empresa no dudó en apostar por él como su nueva figura dominante. Así, se tomó la decisión de hacerlo campeón de Estados Unidos en una lucha ya legendaria contra Raven. Un combate que muchos recuerdan por todo lo que representó: la reacción enloquecida del público, los brutales contraataques de Goldberg, el impactante levantamiento a pulso de Reese, un gigante de más de dos metros, y ese final inolvidable en el que varios 'fans' impidieron la huida de Raven, dejándolo a merced del monstruo... que finalmente lo planchó para escribir un nuevo capítulo en su ascenso meteórico.

El ascenso de Goldberg no solo fue meteórico, sino también inevitable. Cada combate era una victoria segura. Cada aparición, una ovación. Pero fue en el Georgia Dome, ante más de 40.000 almas y millones de espectadores por televisión, donde se escribió una de las páginas más memorables de su leyenda: la noche en la que venció a Hulk Hogan para proclamarse campeón mundial de WCW.

Ese combate, celebrado en su ciudad natal de Atlanta, se convirtió en algo más que una lucha. Fue un momento de comunión entre el héroe y su gente, una escena salida de una película, con Goldberg enfrentándose a todo el mundo... y venciendo. Recibió el respaldo de figuras como Diamond Dallas Page y el mismísimo Karl Malone, estrella de la NBA, pero el foco siempre estuvo en él: el guerrero imparable, el superhombre que no necesitaba capa ni máscara para representar al bien. El público entendió perfectamente lo que Goldberg representaba: fuerza, justicia y determinación. Un hombre sencillo con una misión clara: acabar con los villanos y lograr sus objetivos.

La locura de Goldberg no terminó ahí. Hay muchas historias en el wrestling donde un luchador alcanza la cima, se cuelga el oro y se apaga con la misma rapidez con la que ascendió. No fue el caso de Goldberg. Su leyenda no se detuvo tras ganar el título mundial, sino que creció con cada paso, con cada aparición, con cada Spear. En cada episodio de Nitro o Thunder, el público estallaba en cuanto sonaba su música. La adrenalina recorría el estadio. Nadie quería ir al baño. Nadie quería parpadear.

Su Spear se convirtió en un disparo de cañón. Su Jackhammer, en una sentencia. Y lo más impactante es que, a medida que avanzaban las semanas, la maniobra cobraba peso, literalmente. Goldberg comenzó a levantar y hacer volar a auténticos gigantes, derribando cualquier lógica física. El momento que todos recuerdan ocurrió en noviembre de 1998, cuando levantó a The Giant (Big Show) y lo mantuvo suspendido en el aire antes de azotarlo con un Jackhammer demoledor.

Pero más allá de la maniobra, lo inolvidable fue la reacción del público. Si tienes la oportunidad de ver ese momento, fíjate en las caras, en las manos que vuelan a la cabeza, en las miradas de incredulidad entre amigos con la boca abierta. Ese instante de asombro colectivo, esa narración de Tony Schiavone, esa conexión total entre lo imposible y lo real… para mí, ESO es el wrestling. Y Goldberg, durante ese segundo eterno, fue mucho más que un luchador: fue un superhéroe haciendo lo que nadie creía posible.

Seguramente, Goldberg nunca fue el mejor luchador técnico, ni nos regaló los combates más elaborados o las promos más complejas. Tal vez no dominaba el micrófono, aunque, cuando hablaba, subía el pan. Lo suyo no era la perfección, ni falta que hacía. Era intensidad, impacto, presencia. Era una energía que atravesaba la pantalla y te hacía creer, aunque solo fuera por unos segundos, ibas a ver algo espectacular.

Sí, Goldberg eres imperfecto. Pero qué demonios... yo me quedo contigo. Siempre en mi equipo. Gracias por cada Spear, por cada Jackhammer, por cada vez que hiciste que la grada se pusiera en pie. Gracias por todo, leyenda.

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